martes, 21 de abril de 2015

“Barbarie, guerra civil. Heridas de un pasado cercano” por Rubén Sainz

Si nos vemos en la situación de hablar sobre la barbarie humana, en el sangriento escenario y peor de los males para una nación como es el de la Guerra Civil, nos deberíamos preguntar, en virtud de realizar un trabajo riguroso, o simplemente de dirigir la buena conciencia, una cuestión tan elemental como primordial: ¿Qué es la barbarie en una guerra? ¿Realmente existe un criterio que clasifica lo bárbaro de lo no bárbaro? ¿No es, la Guerra Civil en sí misma, la mayor de las barbaries, y esta, la que encierra en sí misma atroces y singulares episodios?
Podemos encontrar la barbarie en distintos momentos, y la podemos encontrar de todos los colores, blanca, y también roja. El levantamiento contra una forma de gobierno legítimo como fue la ll Republica, dirigida por el bando sublevado en la Guerra Civil, es el principal argumento de quienes consideran que la mayor parte de la culpa sobre el conflicto nacional español, además de por supuesto la inmensa actividad criminal organizada del fascismo español, la tuvieron los posteriormente franquistas. Y este argumento, tiene peso. Y esto, es barbarie.
Pero hay otro tipo de barbarie. La barbarie de quienes la padecen en sus entrañas. Una barbarie donde la incriminación de la culpabilidad se disipa y se hace ambigua. Es aquí, donde La lucha de los ideales que no se disparan, se lleva a cabo entre las personas que los defienden y que sí disparan por ellos.

Aquí, en este plano tan singular y humano, lejos por un instante de la guerra y cerca, muy cerca, del de dos personas que se miran a los ojos antes de quitarse la vida, es difícil encontrar al verdadero instigador de las llamas de la discordia. Y además, resulta completamente irrelevante.
En esta barbarie hay seres humanos que matan a otros alimentados por los escombros de la venganza. No es aquí donde vamos a encontrar al culpable.

Aquí solo podemos cantar y conmemorar a las almas caídas.
Esta es la barbarie que recuerda con el dolor del olvido, que se acuerda de quien todos han olvidado; de quien nadie llegó a conocer. Esta es la barbarie de quienes no pudieron. La metralla de la que se despojaban las bombas cuando  estas descendían lenta y musicalmente para destrozar las historias que nos cuentan los muros, los árboles, las calles y las personas de una ciudad, se metió los cuerpos y corazones de las personas. Ni en los nacionales, ni en los republicanos.

No hará falta ni mencionar pues, que sucesos tan terroríficos despiertan en sus propios testigos el deseo de narrar y es que, como siempre en la historia, los grandes relatos lamentablemente han venido precedidos de los grandes desastres.  El repertorio de autores contemporáneos que eligieron relatar el mal nacional es tan extenso como peligrosamente coyunturado. Pedir a tus manos ardientes que escriban con el corazón de hielo; que olviden las arrugas y los cortes de la piel; a veces es complicado. Y además, a nadie le gusta. A nadie le gustaría racionalizar con el poder indiscutible del universal moral o racional las penurias que uno vivió o dejó de vivir.      
Quizás las almas ahogadas, errantes en un mundo donde no encajan, solamente anhelen desquitarse. Incluso no solo las ahogadas, también las convencidas.

Y así ha sucedido, cuando diversos autores han cultivado este tema de urgencia que oscila entre la crónica periodística con algún que otro tinte fantástico (aunque por desgracia, fielmente apoyado en hechos históricos verídicos).

Así, cuando la soberbia doblega a la mesura, y los temblores de la mano que sujetan la pluma y las lágrimas que caen en el papel relevan a la conciencia, España a hierro y fuego de Alfonso Carmín; Entre dos fuegos de Antonio Sánchez; Conspiración contra la república de Francisco Olaya, entre otros.

No es el caso de A Sangre y Fuego, la obra del escritor neutral. La obra del periodista por vocación. La obra, del hombre que supo arrancar la pluma de su mano cuando ésta temblaba airada, para volver a encontrarse con ella a la mañana siguiente, cuando ésta ahora dormía.

“Yo era eso que los sociólogos llaman un pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de comunicación de cambio –como dicen los Marxistas-, ganaba mi pan y mi libertad confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando regresaba de Roma ay aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mi trabajo, ni creía que yo fuese realmente un buen escritor; pero a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.”

El escritor que amaba España y que renegó de ella cuando supo que ya todo estaba sumido en la mezquindad. Cuando viendo que rusos bolcheviques y fascistas italianos y alemanes hacían uso del suelo español para cubrirlo con la sangre de sus gentes; algunas estúpidas, otras, crédulas; y cuando viendo que ya cualquier esfuerzo no serviría más que para avivar las llamas del desastre, se refugia en París, donde su repudio a la estupidez y a la crueldad –como él declara en su obra- le llevarán a retomar su vocación periodística.

“¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos la sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales.”

“Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.   Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de la humanidad que la monstruosa edificación de los estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de Europa: Popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos… No quiero sumarme a esta legión triste de los desarraigados, y aunque me sienta como una afrenta del ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.”

Y aun siendo muchas las citas que aquí deberíamos recoger, no serían suficientes. Es una de esas novelas que se leen, que se deben leer. Y que tal legado de prosa perfecta despierte nuestra sensibilidad a la muerte humana. Y que también despierte nuestro desapasionamiento, pues de lo contrario llegaremos al seguro error de interpretación histórica.         

Y considero arrogante hablar de lo que nunca conocí. Considero arrogante, tremendamente arrogante, aborrecer la muerte cuando nunca antes la acontecí. Pero supongo que las personas buenas, no sé si desde que nacen o desde que se marchitan; llevan consigo la medicina de la sensibilidad y la amabilidad. Y son estas por seguro las únicas medicinas que sanarán el contagio de la muerte. La única medicina que nos hará repudiar a Platón; clamando la existencia de los hombres y secundando las inteligibles y traidoras ideas. Bendita medicina.

Bendita arrogancia.