Una de las constantes creativas de
García Márquez consiste en hacerse con una amplia perspectiva temporal sobre lo
que va a contar. Por lo general, entre el perfilado de la historia en su
memoria y la recreación literaria de la misma suelen mediar bastantes años. En
el caso de la Crónica tal situación
llega al límite. En efecto, en el año 1951, cuando tuvo lugar el suceso que la
novela refiere, García Márquez era todavía un escritor en ciernes. Trabajaba
en la prensa de Barranquilla, compartía ilusiones literarias con otros jóvenes
periodistas y narradores de su tiempo (el ya citado "Grupo de
Barranquilla") y había publicado unos pocos cuentos. Nada más.
Sus padres vivían en Sucre, uno de los municipios del Departamento del mismo nombre, y allí se había ido él, enfermo, en 1949. En Sucre residían sus padres desde 1936 (luego se trasladarían a Cartagena) y allí conoció a la que sería su esposa, Mercedes Barcha; en un Sucre que era "un pueblo del interior de la costa del Caribe, donde vivieron nuestras familias durante varios años y donde ella y yo pasábamos nuestras vacaciones”.
Sus padres vivían en Sucre, uno de los municipios del Departamento del mismo nombre, y allí se había ido él, enfermo, en 1949. En Sucre residían sus padres desde 1936 (luego se trasladarían a Cartagena) y allí conoció a la que sería su esposa, Mercedes Barcha; en un Sucre que era "un pueblo del interior de la costa del Caribe, donde vivieron nuestras familias durante varios años y donde ella y yo pasábamos nuestras vacaciones”.
Estando en Barranquilla aquella
historia le rondaba en la cabeza y fue su amigo Álvaro Cepeda Samudioll quien
le solucionó las dudas que tenía para su desenlace: Bayardo San Román y Ángela
Vicario, tras el repudio y la soledad, vivían juntos y felices en un pueblo de
la península de La Guajira (la costa más al Noroeste de Colombia), en Manaure,
"un pueblo de salitre frente al mar en llamas". Allí los fue a
visitar el novelista para recabar más precisos datos sobre los hechos; unos
hechos que para él dejarían de ser la simple historia de un crimen para
constituirse en otra historia, la de un amor terrible y secreto.
Con aquella historia de final tan
sorprendente ya redondeada, García Márquez siguió el consejo de Ramón Vinyes:
contarla mucho de viva voz antes de escribirla. De ese modo, mediaron casi
treinta años entre el sucederse de los acontecimientos y su definitiva
recreación en la novela. Y, por medio, dios viajes a Sucre. El primero, quince
años después, para recomponer las piezas perdidas de la memoria de aquel
rompecabezas. Pero pasaron muchos años más y aquella historia no se escribía.
Fue una imagen -como en otras ocasiones- la que provocó el impulso que llevaría
al escritor a escribirla. En 1979, en el aeropuerto de Argel, vio a un príncipe
árabe vestido de túnica blanca y un magnífico ejemplar de halcón en su puño.
Inmediatamente le vino el recuerdo de su amigo muerto, el Santiago Nasar de la
novela (donde, por cierto, este personaje lleva al pueblo sus "halcones
amaestrados"). El segundo viaje a Sucre fue inmediato, al sentir que “no
podría seguir viviendo un solo instante sin escribir la historia”. Eso se hizo
en jornadas de nueve de la mañana a tres de la tarde, sudando a mares en una
pensión de hombres solos donde había vivido Bayardo San Román los seis meses
que estuvo en el pueblo. Alrededor de abril de 1980 la Crónica de una muerte anunciada estaba escrita. Un año después se
publicaba.
Fuente: Luis
Alonso Girgado, Crónica de una muerta anunciada. Guía de lectura.
Tambre Crítica.
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