Las torturas se presentan como la única alternativa posible con la que cuentan los guardianes de la frontera para desenmascarar la verdad que los bárbaros quieren ocultar a toda costa. Sin embargo, no es solamente ese motivo el que les mueve.
Buscan el miedo de esos pueblos ante el enemigo occidental, quieren humillarlos hasta acabar con sus vidas y que delante de curiosos niños y mujeres de la aldea exhalen su último grito de dolor. El ejército imperial, ansioso de mantener intacta su frontera, crea enemigos imaginarios a los que atormentar defendiendo sus acciones como represión ante los ataques inexistentes de estos al puesto fronterizo. Van a buscarlos a los territorios donde viven, saquean sus cabañas y poblados y capturan tantos hombres como creen oportuno. Posteriormente, los llevan al pueblo atados a los carruajes como bestias y una vez han llegado los someten a escarnio público.
Los pobladores del puesto de la frontera vitorean a los soldados a su llegada aterrorizados ante las leyendas que se cuentan de los salvajes. De cómo quieren destruirlos, violar a sus mujeres e hijas, quemar sus casas y destrozar sus cultivos.
Por el contrario, antes de la llegada de Joll, cuando el magistrado dirigía la aldea la única noticia que recibían de los bárbaros era su presencia al otro lado de las murallas para comerciar sus pieles.
Hay un momento de la novela en el que después de ser atados por las mejillas y las manos con alambres y acompañados por una comitiva de soldados, los bárbaros son azotados en un primer lugar por los soldados y posteriormente por los aldeanos. En este momento una mujer joven se hace con el arma torturadora y comienza también a fustigarlos llegando a provocar una humillación considerada como extrema en la época ya que no se podía consentir que una mujer actuase como verdugo.
No obstante, la reina de todas las torturas de la novela, no tanto por su crueldad, sino por el significado que encierra es la que Mandel lleva a cabo contra el magistrado durante su etapa como prisionero.
El magistrado es colgado de un árbol y vestido con ropa interior femenina, todo el pueblo acude como público y el suboficial Mandel es el director de orquesta. De esta forma, el magistrado pierde por completo toda su autoridad. Pero no solo eso, es además objeto de burla cuando la multitud grita “que los bárbaros vengan a salvarle ahora” provocando una risotada general.
Personalmente, en Esperando a los bárbaros he pensado en cuántos puestos fronterizos a cargo de distintos imperios han existido y existen en la actualidad. Cuántos coroneles Joll hay esparcidos por el mundo sometiendo a pueblos indígenas ignorantes del fenómeno de la colonización. Cuántas zonas invadidas repentinamente por ejércitos que llegan para gestionar el territorio que se van apropiando y sobre todo, cuántos magistrados realistas han sido desautorizados por intentar aplicar justicia.
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